Cuenta una leyenda india que un
miembro de la tribu se presentó fuera de sí ante el jefe, para hacerle
saber que iba a tomar venganza contra un enemigo que lo había ofendido.
Pensaba ir corriendo y matarlo sin piedad.
El jefe lo escuchó y le propuso que fuera a hacer lo que pensaba, pero que antes llenara su pipa de tabaco y la fumara a la sombra del árbol sagrado.
Así lo hizo el guerrero. Fumó bajo la copa del árbol, sacudió las cenizas y decidió volver a hablar con el jefe para hacerle saber que lo había pensado mejor, que entendía que era excesivo matar a su enemigo, pero que había decidido pegarle una paliza inolvidable.
El jefe lo escuchó y le propuso que fuera a hacer lo que pensaba, pero que antes llenara su pipa de tabaco y la fumara a la sombra del árbol sagrado.
Así lo hizo el guerrero. Fumó bajo la copa del árbol, sacudió las cenizas y decidió volver a hablar con el jefe para hacerle saber que lo había pensado mejor, que entendía que era excesivo matar a su enemigo, pero que había decidido pegarle una paliza inolvidable.
El anciano jefe volvió a escucharlo y aprobó su decisión, pero le hizo
ver que, ya que había cambiado de opinión, debería volver al mismo lugar
y fumarse otra pipa.
Así lo hizo el indio. Fumó y meditó. Al terminar, regresó ante el cacique para comentarle que estimaba excesivo el castigo físico, pero que iría a afearle su conducta delante de todos para que se avergonzara.
Con bondad, fue escuchado de nuevo por el anciano y orientado para que repitiera su conducta y la meditación.
Bajo el árbol centenario, el guerrero convirtió el tabaco y el enfado en humo.
Pasado el tiempo, volvió ante el jefe para decirle que lo había pensado mejor y que había decidido acercarse a quien lo agredió y darle un abrazo:
- Así, no será mi agresor sino que recuperaré al amigo que, seguramente, se arrepentirá de lo que ha hecho.
El anciano jefe le regaló dos cargas de tabaco para que ambos fueran a fumar juntos al pie del árbol y le comentó:
- Eso quería pedirte, pero no era yo quien debía decírtelo sino tú mismo; era necesario darte tiempo para que lo descubrieras.
Así lo hizo el indio. Fumó y meditó. Al terminar, regresó ante el cacique para comentarle que estimaba excesivo el castigo físico, pero que iría a afearle su conducta delante de todos para que se avergonzara.
Con bondad, fue escuchado de nuevo por el anciano y orientado para que repitiera su conducta y la meditación.
Bajo el árbol centenario, el guerrero convirtió el tabaco y el enfado en humo.
Pasado el tiempo, volvió ante el jefe para decirle que lo había pensado mejor y que había decidido acercarse a quien lo agredió y darle un abrazo:
- Así, no será mi agresor sino que recuperaré al amigo que, seguramente, se arrepentirá de lo que ha hecho.
El anciano jefe le regaló dos cargas de tabaco para que ambos fueran a fumar juntos al pie del árbol y le comentó:
- Eso quería pedirte, pero no era yo quien debía decírtelo sino tú mismo; era necesario darte tiempo para que lo descubrieras.
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