Un rey poderoso tenía cuatro esposas. A la primera la amaba mucho, se sentía muy atraído por ella, le daba las mejores atenciones.
A la segunda la quería por su gracia y lucimiento, le proporcionaba muchas horas de su vida.
A la tercera no la apreciaba, sólo la cuidaba lo suficiente.
A la que no quería nada era a la cuarta; la desatendía, la vivía como una carga de su destino real. un día, el rey, ya anciano descubrió conmovido que iba a morir. Entonces se dirigió a su gran amor y le dijo:
- Me parece que dentro de poco moriré. No quiero estar solo en la obra vida ¿Me vas a acompañar?
- No puedo - le respondió la primera de sus esposas -, estoy muy ocupada, debo atender mis propios asuntos.
El rey sufrió una gran decepción y lloró en soledad.Fue a la segunda esposa y le pregunto:
- Me parece que voy a morir y no quiero estar sin compañía. ¿Vas a venir conmigo?
- No puedo, tengo que ir a una reunión - contestó su segunda querida.
Se dirigió a la tercera amada y repitió la segunda anhelante. La respuesta fue inmediata:
- No te puedo acompañar; tengo obligaciones impostergables. Ahora, si es tu deseo, puedo organizarte un cortejo fúnebre imponente.
El rey cayó en una gran depresión. Fue entonces cuando oyó una vocecita tan temblorosa como conocida:
- Yo te voy a acompañar, nunca te abandonaré... - le dijo la cuarta esposa.
La primera consorte representaba su propio cuerpo; él lo cuidaba mucho, pero, una vez muerte, éste seguiría su propio destino. La segunda mujer representaba sus posesiones materiales; ya fallecido, irían a otras manos. La tercera era el poder, la silla, la cátedra que siempre atendió y defendió, pero que inmediatamente iba a tener un sucesor. La cuarta esposa era su propio alma; no la había cuidado nada, aunque, fielmente, ella siempre lo iba a acompañar.
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