Puede imaginarse la siguiente escena: en una tarde soleada, Epicuro se encuentra en el Jardín, tal vez echado sobre la hierba, a la sombra de un árbol, rodeado de discípulos, entre los que se encuentra alguna de las heteras que se aceptaban como alumnas. Epicuro se ve asaltado por alguno de los dolores crónicos que atormentan su sufrido cuerpo, y la hetera a quien estaba aleccionando se ofrece para masajearle y calmar su dolor, mientras otro alumno le acerca una inusitada copa de vino para que se relaje. Justo en este momento, por encima de un muro se asoma una cabeza: se trata de uno de esos severos moralistas enemigos del orador, quien, alarmado por los rumores que circulan acerca de la comunidad epicúrea, ha acudido al Jardín para ver con sus propios ojos los actos de depravación que allí se cometen y poder rasgarse las vestiduras (la túnica, en su caso) a fin de expresar su escándalo.
Según la visión atomista-epicúrea del universo, la escena del Jardín no sería más que una conjunción de objetos formados por átomos y vacío. Los átomos que se sitúan en la superficie de los cuerpos abandonan constantemente su lugar, que es ocupado de inmediato por otros átomos que se colocan temporalmente en la estructura superficial del objeto para abandonarla al poco tiempo y ser a su vez reemplazados por un nuevo grupo de átomos. Esto produce un flujo continuo de átomos desde la superficie de los objetos hacia el exterior, átomos que viajan por el aire «transmitiendo» la forma del objeto y permitiendo que sea captada por nuestros sentidos (idéntico proceso se sigue con los sonidos y los olores). Así pues, las películas exteriores del cuerpo de Epicuro, cuyo rostro refleja una mueca de dolor, del cuerpo de la hetera que masajea al maestro, y de la copa de vino que le ha acercado el discípulo atraviesan el aire del Jardín y llegan hasta los ojos del fisgón que se asoma por encima del muro, y que está a punto de rasgarse la túnica. Allí, los átomos de anima situados en los ojos del observador captan la transmisión y la llevan a su animus, que es donde se atribuye significado a la escena.
Evidentemente, el significado que este valeroso enemigo del hedonismo atribuye a la escena (vista a semejante distancia, tal vez desde una perspectiva que induce al equívoco, o tal vez interrumpida parcialmente su visión por el follaje de algunos árboles del jardín) es que Epicuro está recibiendo favores sexuales de una concubina, como bien demuestra la mueca que sacude el rostro del favorecido y los movimientos de la mujer sobre su cuerpo, así como el hecho de que, para mayor escándalo, la impúdica depravación se riegue en alcohol, lo que viene a confirmar los rumores sobre aquel antro de perdición conocido como el Jardín, tal como nuestro adorable moralista explicará a otros rectos ciudadanos de Atenas...
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