Estaba maltratado y marcado de cicatrices, y aunque pensó que no valdría la pena malgastar tanto tiempo con el viejo violín, el subastador lo sostuvo en alto, sonriendo.
«¿Qué me ofrecéis, amigos?»—preguntó—.
«¿Quién quiere empezar las ofertas?».
«Un dólar, un dólar...»
y después, ¡dos! ¿Sólo dos?.
«Dos dólares, ¿quién me da tres?».
«Tres dólares, a la una; tres dólares, a las dos; a las...»
Pero no, desde el fondo del salón, un hombre de pelo gris Se adelantó a coger el arco y, después de sacudir el polvo del viejo instrumento y volver a tensarle las cuerdas, tocó una melodía tan dulce y tan pura como las canciones que cantan los ángeles.
Terminada la melodía, el subastador, en voz baja y grave, volvió a preguntar;
«¿Cuánto me ofrecéis por el viejo violín?»
Y levantó el violín y el arco.
«Mil dólares, ¿quién ofrece dos?,
¡Dos mil, a la una! ¿Quién ofrece tres?.
Tres mil, a la una; tres mil, a las dos, y tres mil;
a las tres, ¡adjudicado!», concluyó.
La gente aplaudía, aunque algunos lloraban:
«No entendemos bien qué fue lo que cambió su valor», preguntaban, y la respuesta fue rápida:
«El toque de una mano maestra».
De ese modo más de un hombre de vida desafinada, marcado por los golpes y cicatrices del destino, como al viejo violín, se lo ofertan barato a los indiferentes, por un plato de sopa, por un vaso de vino; y hecha la jugada, sigue su camino.
«Adjudicado» una vez, y «adjudicado» la segunda, «Adjudicado», y casi «está vendido».
Pero llega el "maestro", y la multitud estúpida jamás alcanza a entender del todo cuál es el valor de un alma, ni el cambio que opera el toque de la mano del "maestro".